LIBRE ALBEDRIO VS SOBERANIA DE DIOS

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Martín Luter 1483-1546

En el siglo 16 el humanista Erasmo de Roterdam, escribió una crítica contra las enseñanzas el ex-monje alemán Martín Lutero, quien jugó un papel tan importante en la Reforma Protestante. El documento de Erasmo pretendía favorecer la posición católico-romana en cuanto a la doctrina del libre albedrío.  Esa posición teológica es precisamente la que abrazan la mayoría de cristianos de todas las denominaciones.
La controversia que había surgido a principios del siglo V entre entre el monje británico Pelagio y Agustín de Hipona (San Agustín) con respecto al pecado original y el libre albedrío, llevó a que la docrina pelagiana fuera condenada eventualmente en el Concilio de Efeso como una herejía. Pero eventualmente la Iglesia católica abrazó una posición teológica semi-pelagiana.
La iglesias surgidas de la reforma protestante consideraron la posición agustiniana como la posición teológica más correcta según las Escrituras, pero eventualmente surgieron controversias dentro del mismo protestantismo y en el siglo 17 algunos optaron por la posición del holandés Jacobo Arminio (arminianismo). A la posición agustiniana se le llamó calvinismo porque el francés Juan Calvino fue el que más claramente esquematizó esta teología con su libro Institución de la Religión Cristiana.
Muchos cuestionan la utilidad y conveniencia de este tipo de debates, pero hace casi 5 siglos Lutero respondió a Erasmo en un documento que puede servir de mucho a los que están considerando este tema. Martín Lutero fue atacado y odiado por muchas de sus enseñanzas, pero él mismo reconoció que solo Erasmo había entendido dónde estaba el meollo del asunto al discutir sobre la salvación de los hombres. ¿Son los hombres los que se salvan a sí mismos, o es Dios quien salva a los pecadores? – El siguiente es un fragmento del documento titulado
«De servo arbitrio»

Por lo tanto: si Dios quiso que tales cosas se dijeran en público y se divulgaran, y que no se reparase en lo que sigue de ellas, ¿quién eres tú para prohibirlo? El apóstol Pablo trata las mismas cosas en su carta a los Romanos, no a escondidas, sino en público y ante todo el mundo, sin imponerse ninguna restricción, y además, en términos aun más duros y con toda franqueza, diciendo: «A los que quiere endurecer, endurece» y «Dios, queriendo hacer notoria su ira», etc. ¿Qué palabra más dura hay -pero sólo para la carne- que aquella de Cristo: «Muchos son llamados, pero pocos escogidos» y «Yo sé a quiénes he elegido»? Por supuesto, a juicio tuyo todo esto es lo más inútil que puede decirse por la razón de que -así lo crees- induce a los hombres impíos a caer en desesperación, y a odiar a Dios y blasfemar de él.
Aquí, como veo, tu parecer es que la verdad y la utilidad de las Escrituras deben ser sopesadas y juzgadas conforme a la opinión de los hombres, y de los más impíos de entre ellos, de suerte que algo es verdad y es divino y es provechoso para la salvación sólo si les agradó a ellos o si les pareció tolerable; lo que no les gustó, sin más es tenido por inútil, falso y pernicioso. ¿Qué otro fin persigues con este consejo sino que el albedrío y la autoridad de los hombres sean amo de las palabras de Dios y decidan sobre su validez y nulidad? La Escritura al contrario sostiene que todo depende por entero del albedrío y la autoridad de Dios; en una palabra, que delante del Señor calla toda la tierra.

«¿Qué utilidad hay, pues, o qué necesidad, de difundir el conocimiento de tales cosas, si de ello provienen al parecer tan grandes males?»
Te contesto: Bastaba con decir que Dios quiso que estas cosas fueran divulgadas, pero que no se debe preguntar por el motivo de la voluntad divina, sino simplemente adorarla, y dar gloria a Dios por cuanto él, el único justo y sabio, río hace injusticia a nadie ni puede obrar en forma necia o irreflexiva en nada de lo que haga, aun cuando nosotros tengamos una impresión muy distinta al respecto. Con esta respuesta, los piadosos se conforman. Pero para abundar aun más en detalles, agregaré también esto: Hay dos factores que hacen necesario que esto se predique. El primero es la humillación de nuestra soberbia y el conocimiento de la gracia de Dios; y el segundo, la misma fe cristiana. En primer lugar: Dios por cierto prometió su gracia a los humildes, esto es, a los que, se dan por perdidos y desesperan de si mismos. Sin embargo, no puede un hombre humillarse del todo hasta que no sepa que su salvación está completamente fuera del alcance de sus propias fuerzas, planes, empeños, voluntad y obras, y que esta salvación depende por entero del libre albedrío, plan, voluntad y obra de otro, a saber, del solo Dios. En efecto: mientras un hombre abrigue la convicción de que él puede hacer un aporte siquiera ínfimo a cuenta de su salvación, permanece confiado de sí mismo, no desespera de si del todo, y por eso no se humilla ante Dios, sino que se arroga, o espera, o al menos desea para sí una ocasión, un tiempo o alguna obra que finalmente lo hagan llegar a la salvación. En cambio, el que no duda por un momento de que todo está en la voluntad de Dios, éste desespera totalmente de sí mismo, no elige nada, sino que espera que Dios obre; y el tal es el más cercano a la gracia, de modo que puede ser salvado. Por ende, estas cosas son hechas públicas a causa de los elegidos, a fin de que los de tal suerte humillados y anonadados sean hechos salvos. Los demás se resisten a esta humillación; y es más: condenan el enseñar esta desesperación de si mismo, y quieren que se les deje algo, por insignificante que sea, que ellos mismos sean capaces de hacer. Éstos permanecen en lo secreto soberbios y enemigos de la gracia de Dios. Este, digo, es uno de los dos motivos por qué los justos conocen, invocan y aceptan humillados la promesa de la gracia.


Les invito a leer un documento más completo para estudiar el asunto del libre albedrío y su relación con la salvación de los hombres:  EL LIBRE ALBEDRIO.

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